domingo, 17 de abril de 2022

 

        





                        Ella caminaba por la avenida oscura

cuando halos de luz la atravesaron

y quedó elevándose del pavimento,

la luz se fue solidificando en ladrillos

que momificaron a la extraña mujer,

se formaron escalinatas y torres paralelas entre sí.

Ya de mañana se hicieron colas de autos

y personas que querían transitar por allí,

la mujer había quedado hecha luz y mausoleo,

ocupó las siete cuadras que formaban la avenida;

se sabía que hablaba con Dios,

curaba enfermos con sus miradas,

detenía la lluvia,

invertía los giros del sol,

cambiaba las montañas de lugar,

y escondía las aves en las grietas de la luna.

Mencionó los nombres de los curiosos

sin abrir los labios,

flotaba hecha luz

entre dormida y despierta,

quedó seccionada esa parte de la ciudad

como un extremo caso de pérdida de las partes a un todo,

la mujer luz quedó endurecida allí,

algunos tocaron los ladrillos luminosos

sin volver a sentir hambre o sed,

otros no envejecieron más,

los más escépticos fueron curados de sus dolencias.

Ella escribía en un idioma no conocido,

prestaba sus manos a seres ubicuos,

profecías le fueron reveladas

en códigos plantados en raíces de árboles

con bordes azules y violetas,

su cabello iba enrollando el cuerpo

cobrando un color dorado y transparente,

los ojos palpitaban como cristal a punto de romper;

vino de Sulem la mujer extraña

que aprendió a hablar con Dios

en la época de los Profetas,

cómo adquirió tantos dones varios

si nunca salió de su casa,

las lianas tramaron caminos

que estrangularon la casa dejándola sin sol,

ella por postigos de madera

pudo descifrar los inventos de los hombres,

los ángeles caminaban en vértice a su casa

y la portentosa puerta de Ofrandes,

quiso ella que la abrieran

pero un gesto meticuloso de Dios no lo permitió,

oír raras voces la volvieron serena,

quiso ella entender los dictámenes

pero no lo logró.

Durmió en ese limbo de luz y tiempo

en el mausoleo de vidrio

que ocupó la avenida de la pequeña ciudad,

pasaron los siglos y la mujer siguió suspendida,

fue sitio de peregrinaciones, estudios y acechanzas,

pero la cápsula nunca se abrió.

Las gracias concedidas eran un misterio

no obraban por la fe,

eran dadas por un sistema aleatorio

de identidades alucinantes

que sabían ver la bondad del corazón.

En los días posteriores

a la petrificación infinita del mausoleo

las manos de la mujer hablaban como altavoces

que no supieron identificar el rigor de las especies.

Intuyó secretos con paciencia.

Le fue concedido el talento más apreciado por sus rivales,

ella no objetó los elementos conformantes de la disputa,

alertó a los hablantes de otras galaxias

escondidos en la constelación planetaria de su espalda.

Tanta dureza no ocultó su sabiduría.

Ella no comprendió el camino

que la condujo a Orsafinón,

los vórtices rompieron las esquinas

y se oían coros de voces angelicales;

el peso de su civilización lo determinaron las nimiedades:

una cartera tuvo más relevancia que un mendigo,

una tos espantaba más que una atrocidad.

La mujer luz se mantuvo interminable

en sus diálogos con Dios.

Amorosa, pacífica y solitaria,

de apariencia andrógina y hermosa,

fue como la adjetivaron los mirantes del mausoleo,

ellos arrastraban sus manos por los ladrillos de vidrio

esperando piedad o curación,

realizando pliegos de peticiones u oraciones;

después venía Dios

con la Sulamita de honda mirada

y hacían llover los halos de luz del mausoleo

que abrían al entendimiento,

sentían apaciguada la ira, luego.

El clamor despertó su misericordia.

Amanda desde su patio observa la cápsula de la Sulamita

traída a escondidas por Dios

en una noche de desvelo.


            Carmen Rosa Orozco.

            Del poemario: El país de Amanda.

            Fotografía de Laura Makabresku.

lunes, 11 de abril de 2022






      Edgar Allan Poe es mi vecino.

Resulta que años después de mi muerte en Baltimore he regresado a vivir junto a mi vecina Sarah Morante, soy alcohólico de nuevo y me llamo Víctor Fuentes, me arrastro por las paredes, a veces mancho de diarrea el piso próximo a mi apartamento; ella me repulsa así como mi padrastro, tal como ella he suprimido mi apellido paterno, piensa en atacarme con un palo pero no lo realiza, John también lo quiso hacer en su lecho de muerte para que no me le acercara, pero ya sólo deliro por Virginia, mis hermanos me encontraron en la plaza Del Lago llorando por ella, por esos hijos que no pudimos tener.

                        Te miro desencajada en la mirada del cuervo

                        que se posa sobre mi taza de té.

                        Tu cara es lo único que recuerdo

                        en los momentos que no tengo alimento,

                        unos sorbos de brandy

sirven para perderme en las fauces interiores

de mi revesada mente,

                        no pude acceder a la fortuna

                        de mi amada madre Frances,

                        recuerdo los paquetes con comida y ropa que me enviaba,

                        duermo encima de su tumba

                        y no encuentro descanso sobre mi sombra

                        ni en los escritos que voy arrojando a la intemperie,

                        las editoriales no han querido publicar

                        los cuentos digitales que piso bajo la lluvia,

                        pero los 50 dólares que gané

por un Manuscrito encontrado en una botella

                        trajeron un poco de calma a mis agotados días.

                        La luz se achica

                        y recojo el corazón carbonizado de Shelley de la gaveta,

                        los mechones de pelo de sus hijos muertos,

                        el corazón destrozado del falso Prometeo que ahogó mis dudas.

                        Podría invertir la historia o todas las historias

                        que he leído o escuchado

                        para no enloquecer,

                        la bruma siempre es densa en el paraíso,

                        me he encerrado a escribir como un demonio en la buhardilla

                        ignorando la inclemencia del frío.

                        Reynolds me ha engañado:

                        afeitó mi bigote y me puso una camisa holgada,

                        fui una de las piezas de su ardid electoral,

                        por eso ahora babeo dentro de la zanja;

                        hoy es 3 de octubre de 1849

                        y James me aclara que he estado una semana desaparecido,

                        pero no logro recordar nada.

                        Elizabeth, la querida Elizabeth,

                        siempre me dijo que volviera a Boston,

                        pero su prematura muerte no sincronizó

                        con mi lánguida premonición

                        del hijo ausente y muerto.

Mi hermano ha fallecido en Angaraveca, se estrelló contra un árbol y terminó dormido en la cuneta, dos ladrones le perseguían para robar su moto, de igual forma se la llevaron dejándolo a él sin vida. Recibo una pensión del ejército, mis compañeros de West Point han editado mi libro Poems, lo cual costó 170 dólares. Abandoné a la única mujer que me amó, se llamaba Irma Plottier y venía de lo profundo del páramo El Zumbador, sus mejillas eran rojas de aspecto natural, imitaban a las de un arlequín, su cabello color miel llegaba hasta la cintura, me traía alimentos preparados y pan, tenía que quedarse en mi apartamento porque salía un solo bus al día hacia el sitio donde ella vivía, gritaba mi nombre y no le contestaba, pero mi odiosa vecina Sarah que era creadora de contenido para una empresa de cosméticos siempre le abría la reja del pasillo para que pasara.

Veía con desprecio el desorden en mi sala, los zapatos regados por el piso, las medias encima del comedor, los ratones comiendo de los platos dejados semanas atrás en la mesa de centro. Me odiaba, sentía que podía oler con un telescopio y un pitillo a la vez el mal olor proveniente de mis pies y axilas. Siempre Sarah, tan amargada y hermosa, sabía ocultar su perversa y agotadora depresión detrás de su silencio y bello rostro. Recobró su ánimo para atormentarme en ese lapso en el cual tomaba con vehemencia ron a pico de botella, poco le importaba que fuera un escritor famoso y maestro del horror.

                        Vomito sobre el láudano que quiere apresurar mi muerte,

                        conozco a profundidad el tema de la muerte,

                        sobre querer morir y no concluir nada más,

                        espesando La caída de la casa Usher sobre mis pestañas;

                        detener todo en el leitmotiv del hartazgo, la pérdida de fe y la derrota,

                        no poder más,

                        tengo cuarenta años y no puedo más,

                        por ello,

tía María quiero que mueras conmigo

                        en esta cabaña pobre en Nueva York;

                        mi capa negra es lo único que cobija a Virginia

                        además de mis lágrimas atravesadas por la infamia y el hambre.

                        Víctor ha leído el memorial ofensivo de Griswold,

                        lo ha leído en un inglés balbuceante pero entendible,

                        Irma Plottier lo ha abandonado

debido a su impotencia y manos temblorosas,

                        su aliento etílico le repugna;

                        la caída en desgracia, la inmundicia y la soledad

                        son su asidero.

                        Víctor es alcohólico y no logra morir,

                        bebe con desespero y sin pudor para morir

                        mientras traduce al sánscrito mi poema Annabel Lee.

                        Sarah oculta sus ganas de morir tras el labial color rojo,

                        recuerda con ternura las bolsas que le enviaba su madre

                        cuando estaba en el psiquiátrico ubicado en las afueras de su ciudad.

                        Edgar, Víctor y Sarah,

                        tienen en común ciertas cosas:

                        prescinden del apellido de su padre,

                        desean morir de manera anticipada a los eventos,

                        reciben paquetes de mujeres cercanas

y escriben en la oscuridad.

                        Eso es todo y nada más.


                                                    Carmen Rosa Orozco.

                                                    De Los 20 retratos de Sofía en la pared.

                                                    Fotografía de Laura Makabresku.