Edgar
Allan Poe es mi vecino.
Resulta
que años después de mi muerte en Baltimore he regresado a vivir junto a mi
vecina Sarah Morante, soy alcohólico de nuevo y me llamo Víctor Fuentes, me
arrastro por las paredes, a veces mancho de diarrea el piso próximo a mi apartamento;
ella me repulsa así como mi padrastro, tal como ella he suprimido mi apellido
paterno, piensa en atacarme con un palo pero no lo realiza, John también lo
quiso hacer en su lecho de muerte para que no me le acercara, pero ya sólo
deliro por Virginia, mis hermanos me encontraron en la plaza Del Lago llorando
por ella, por esos hijos que no pudimos tener.
Te miro desencajada en
la mirada del cuervo
que se posa sobre mi
taza de té.
Tu cara es lo único que
recuerdo
en los momentos que no
tengo alimento,
unos sorbos de brandy
sirven para perderme en las fauces
interiores
de mi revesada mente,
no pude acceder a la
fortuna
de mi amada madre
Frances,
recuerdo los paquetes
con comida y ropa que me enviaba,
duermo encima de su
tumba
y no encuentro descanso
sobre mi sombra
ni en los escritos que
voy arrojando a la intemperie,
las editoriales no han
querido publicar
los cuentos digitales
que piso bajo la lluvia,
pero los 50 dólares que
gané
por un Manuscrito encontrado en una botella
trajeron
un poco de calma a mis agotados días.
La luz se achica
y recojo el corazón
carbonizado de Shelley de la gaveta,
los mechones de pelo de
sus hijos muertos,
el corazón destrozado
del falso Prometeo que ahogó mis dudas.
Podría invertir la
historia o todas las historias
que he leído o escuchado
para no enloquecer,
la bruma siempre es
densa en el paraíso,
me he encerrado a
escribir como un demonio en la buhardilla
ignorando la inclemencia
del frío.
Reynolds me ha engañado:
afeitó mi bigote y me
puso una camisa holgada,
fui una de las piezas de
su ardid electoral,
por eso ahora babeo
dentro de la zanja;
hoy es 3 de octubre de
1849
y James me aclara que he
estado una semana desaparecido,
pero no logro recordar nada.
Elizabeth, la querida
Elizabeth,
siempre me dijo que
volviera a Boston,
pero su prematura muerte
no sincronizó
con mi lánguida
premonición
del hijo ausente y
muerto.
Mi
hermano ha fallecido en Angaraveca, se estrelló contra un árbol y terminó dormido
en la cuneta, dos ladrones le perseguían para robar su moto, de igual forma se
la llevaron dejándolo a él sin vida. Recibo una pensión del ejército, mis
compañeros de West Point han editado mi libro Poems, lo cual costó 170 dólares. Abandoné a la única mujer que me
amó, se llamaba Irma Plottier y venía de lo profundo del páramo El Zumbador,
sus mejillas eran rojas de aspecto natural, imitaban a las de un arlequín, su
cabello color miel llegaba hasta la cintura, me traía alimentos preparados y
pan, tenía que quedarse en mi apartamento porque salía un solo bus al día hacia
el sitio donde ella vivía, gritaba mi nombre y no le contestaba, pero mi odiosa
vecina Sarah que era creadora de contenido para una empresa de cosméticos
siempre le abría la reja del pasillo para que pasara.
Veía
con desprecio el desorden en mi sala, los zapatos regados por el piso, las
medias encima del comedor, los ratones comiendo de los platos dejados semanas
atrás en la mesa de centro. Me odiaba, sentía que podía oler con un telescopio
y un pitillo a la vez el mal olor proveniente de mis pies y axilas. Siempre
Sarah, tan amargada y hermosa, sabía ocultar su perversa y agotadora depresión
detrás de su silencio y bello rostro. Recobró su ánimo para atormentarme en ese
lapso en el cual tomaba con vehemencia ron a pico de botella, poco le importaba
que fuera un escritor famoso y maestro del horror.
Vomito sobre el láudano
que quiere apresurar mi muerte,
conozco a profundidad el
tema de la muerte,
sobre querer morir y no
concluir nada más,
espesando La caída de la casa Usher sobre mis
pestañas;
detener todo en el leitmotiv
del hartazgo, la pérdida de fe y la derrota,
no poder más,
tengo cuarenta años y no
puedo más,
por ello,
tía María quiero que mueras conmigo
en esta cabaña pobre en
Nueva York;
mi capa negra es lo
único que cobija a Virginia
además de mis lágrimas
atravesadas por la infamia y el hambre.
Víctor ha leído el
memorial ofensivo de Griswold,
lo ha leído en un inglés
balbuceante pero entendible,
Irma Plottier lo ha
abandonado
debido a su impotencia y manos
temblorosas,
su aliento etílico le
repugna;
la caída en desgracia,
la inmundicia y la soledad
son su asidero.
Víctor es alcohólico y
no logra morir,
bebe con desespero y sin
pudor para morir
mientras traduce al
sánscrito mi poema Annabel Lee.
Sarah oculta sus ganas
de morir tras el labial color rojo,
recuerda con ternura las
bolsas que le enviaba su madre
cuando estaba en el
psiquiátrico ubicado en las afueras de su ciudad.
Edgar, Víctor y Sarah,
tienen en común ciertas
cosas:
prescinden del apellido
de su padre,
desean morir de manera
anticipada a los eventos,
reciben paquetes de
mujeres cercanas
y escriben en la oscuridad.
Eso es todo y nada más.
Carmen Rosa Orozco.
De Los 20 retratos de Sofía en la pared.
Fotografía de Laura Makabresku.
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