domingo, 20 de noviembre de 2022

 


Saltar el Réquiem.

Me llamo Ana Isabel, soy la tía mayor de Sofía, es 29 de septiembre y la hora de partir de este mundo está muy cerca, me he entregado al Señor y no quiero estar más aquí, por doce años he soportado la EPOC. Mi esperanza de vida se iba achicando a medida que dejaba de respirar, el oxígeno no podía entrar. Sabía todo lo que pasaba alrededor, las noticias ya no me inquietaban u obraban la acción de desgarrarme por completo o a jirones, había desarrollado el hábito de la aceptación, había logrado comprender que todo era transitorio; lo que fue: es y podrá ser, lo que no fue: ha sido y será, era una gota inmaculada de agua en su vasta creación, permeable a todo y silenciosa, callada como una monja de clausura contemplando tanta belleza no observada, mi enfermedad y el silencio me acercaron a nuevas formas de vida y a lo que en condiciones normales no hubiese podido apreciar.

Es de mañana, lo sé por los sonidos de los pajaritos, será la última vez que los escuche, la luz entra titilante a mi cuarto, los rayos caen tímidos en la cama, donde desde hace mucho mi esposo Nicolás no está, él falleció de cáncer gástrico. Ya no quiero comer, sólo ingiero cucharadas de compotas de manzana y pera, consomé de pollo; amaba y disfrutaba la comida, fui una excelente cocinera y repostera.

Avanza el día, siento calor en mi enflaquecido cuerpo, no pueden prender el aire acondicionado, no me quejo; me he ido desprendiendo como la hoja de un árbol: en silencio, despacio, de manera anónima. Me gustaba coser, hacía hermosas cortinas para adornar mi casa, me esforcé mucho en construirla y arreglarla, levanté los techos tan altos que el sol y el aire corrieran sin poder yo detenerlos, los pisos fueron cambiados por porcelanato marrón, las paredes pintadas en brillo de seda color marfil, compré el mejor mobiliario y los más llamativos cuadros. No puedo decir que fue para nada, fui feliz al ir cumpliendo mis pequeñas metas.

El patio tiene jardineras hechas con ladrillos de obra, las matas se columpian en las nubes, saturan la tierra por su frondosidad, besan mis manos cuando las acaricio y les hablo, además, se construyó allí una estufa a leña para hacer los sancochos y las hallacas. Era tan feliz cuando mi madre venía a casa, ella también se ha ido, sé que me espera. Soy enfermera jubilada, vendo cocadas y helados para entretenerme y así poder hablar con los vecinos; no sé si usar los verbos en pasado o presente, me quedan horas, lo sé, un ángel me lo ha dicho al oído y no estoy loca, pequé de excesiva cordura.

Esta semana les he pedido perdón a mis familiares y ellos me han perdonado si en algo les falté, el acto del perdón ha aliviado mi cuerpo, es cada vez más ingrávido, como una gota de lluvia que no termina de caer. Mis hermanas Mariela y Nelsy me han cuidado estos tres años, lapso en el cual se agravó mi dolencia. Mis hijas han huido del país, como lo han hecho millones de personas, cómo no saber que el comunismo no posee ninguna bondad si mis hijas, nietas, yernos y sobrinos se han tenido que ir, vender lo que tenían a lotes o sin un valor real, para poder sufragar los gastos de la huida, me duele irme sin poder verlos una vez más, besarles en las mejillas y sentir esos abrazos que me hacían reír, me han amado y los amé. Envían remesas y medicamentos, no me olvidaron, no pude escuchar las últimas notas de voz, me sentía muy cansada, el amor también se iba esfumando, me iba apartando de todo, dejando ir el hilo rojo del amor, sin ataduras, sin recuerdos, sin ambiciones o deseos; a la inversa del vaciamiento me iba llenando de paz, cada vez más ingrávida y sin ningún peso, totalmente libre.

Son las cuatro de la tarde, creo yo, me he dejado cambiar la bata, me daba pena que mis hermanas vieran mi cuerpo desnudo, me han colocado el único pañal desechable que usaré, me quejo poco, la asfixia es rotunda, el oxígeno escasea al no poder pasar, la bombona y el concentrador han cumplido con exactitud la tarea de asistir mis pulmones. Recuerdo a todos mis familiares con amor, la mayoría son una explosión geográfica dispersa por los continentes, ellos no sentían poder tener un futuro decente en este país, los millares de pájaros de luz habían abandonado sus almas para irse, se fueron con lágrimas en los ojos y con el corazón roto, como lo hacen todos los que han huido, y con esa convicción que estrangula la fe, pero de la cual se tiene certeza cuando se está a solas: que no nos volveríamos a ver.

Tal vez sea así, ellas se han ido hace tres años, ellas: mis hijas y mis nietas, y presiento que no las volveré a ver.

Tengo setenta años, nací un 14 de febrero, limpiaba con aguas aromáticas y vinagre las encimeras de granito de la cocina, pulía la madera con aceite de teca, adornaba con impecable precisión la navidad en mi casa. Me agradaba ir a misa para agradecer, alumbrar con velas de colores a la Virgen y los Santos, también sé que me permitieron vivir con esta enfermedad sin quejarme y amando la vida, no pueden imaginar cómo fui feliz cada vez que agradecía.

Ha llegado mi sobrina Sofía, le digo que no quiero estar más aquí, que deseo irme, que hable con el Señor para que me reciba y perdone; ambas nos perdonamos.

Mi hermana Cecilia dice que son las ocho de la noche, veo mucha gente amontonada en mi cuarto, en el techo, en las paredes, en el sitio que habito, sé que son las Ánimas, se esmeran en no dejarme sola, acarician mi cabello, me susurran que no tenga miedo sin decir una palabra, auxilian mis pulmones como último gesto a la agonía, estoy moribunda, desfallecida y ellas me consuelan; se abre un halo de luz: veo a mis amados padres, a mi noble esposo. Mi respiración está siendo apagada sin interruptores ni prisa, con decoro, sin vacilaciones.

Son las diez de la noche, de repente, el reloj de pared anuncia las campanadas, se arregla y me recuerda que me queda poco sobre esta parcela de tiempo y espacio que amé, amaba la luz, amaba los días, amaba las noches, amaba la comida, amaba ayudar, amaba a mi familia, amaba ser feliz y lo fui. Amaba, amaba, amaba, no me cansaba de amar y de luchar, pero me queda muy poco tiempo, me estoy yendo y he dejado de amar lo que amaba; libre, vacía, sin apegos y en profunda paz.

Ha comenzado a llover, llueve sin misericordia del cielo como queriendo anunciar una catástrofe natural, son las once y media, sé que esta noche será la última noche lluviosa que ame mi corazón y sé que faltan minutos, las que me aman están allí para dejarme ir, mis hermanas me cuidan hasta el último segundo, así como, mi madre lo hizo cuando llegué, cuando me esperaba al salir de su vientre. Mis amadas hermanas estuvieron allí, mis párpados van cayendo lentamente, se van cerrando, me voy entregando, mis pulmones dejan de esforzarse, mi corazón colapsa y se rompe en dos, muero, fallezco, me voy completamente, como luz ingrávida y sin caer, como destellos sin apagar, lentamente, de forma fulminante y sin dolor, veo a mis hermanitas por última vez, oigo a lo lejos sus gritos. Es medianoche y nazco a un nuevo comienzo que desconozco, las aves vuelan en reverso y en trayecto vertical al sol, las plantas crecen en círculos, los lagos son brillantes y me invitan a cruzar, la luz estalla por doquier, floto, de manera ingrávida floto, floto, floto, soy luz. Ellos me esperan.  

Carmen Rosa Orozco.
Del híbrido: Los 20 retratos de Sofía en la pared.
Fotografía de JeeYoung Lee: Resurrection.


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