Ella caminaba por la avenida oscura
cuando halos de luz la
atravesaron
y quedó elevándose del
pavimento,
la luz se fue
solidificando en ladrillos
que momificaron a la
extraña mujer,
se formaron escalinatas
y torres paralelas entre sí.
Ya de mañana se
hicieron colas de autos
y personas que querían
transitar por allí,
la mujer había quedado
hecha luz y mausoleo,
ocupó las siete cuadras
que formaban la avenida;
se sabía que hablaba
con Dios,
curaba enfermos con sus
miradas,
detenía la lluvia,
invertía los giros del
sol,
cambiaba las montañas
de lugar,
y escondía las aves en
las grietas de la luna.
Mencionó los nombres de
los curiosos
sin abrir los labios,
flotaba hecha luz
entre dormida y
despierta,
quedó seccionada esa
parte de la ciudad
como un extremo caso de
pérdida de las partes a un todo,
la mujer luz quedó
endurecida allí,
algunos tocaron los
ladrillos luminosos
sin volver a sentir
hambre o sed,
otros no envejecieron
más,
los más escépticos
fueron curados de sus dolencias.
Ella escribía en un
idioma no conocido,
prestaba sus manos a
seres ubicuos,
profecías le fueron
reveladas
en códigos plantados en
raíces de árboles
con bordes azules y
violetas,
su cabello iba
enrollando el cuerpo
cobrando un color
dorado y transparente,
los ojos palpitaban como
cristal a punto de romper;
vino de Sulem la mujer
extraña
que aprendió a hablar
con Dios
en la época de los Profetas,
cómo adquirió tantos
dones varios
si nunca salió de su
casa,
las lianas tramaron
caminos
que estrangularon la
casa dejándola sin sol,
ella por postigos de
madera
pudo descifrar los
inventos de los hombres,
los ángeles caminaban
en vértice a su casa
y la portentosa puerta
de Ofrandes,
quiso ella que la
abrieran
pero un gesto
meticuloso de Dios no lo permitió,
oír raras voces la
volvieron serena,
quiso ella entender los
dictámenes
pero no lo logró.
Durmió en ese limbo de
luz y tiempo
en el mausoleo de
vidrio
que ocupó la avenida de
la pequeña ciudad,
pasaron los siglos y la
mujer siguió suspendida,
fue sitio de
peregrinaciones, estudios y acechanzas,
pero la cápsula nunca
se abrió.
Las gracias concedidas
eran un misterio
no obraban por la fe,
eran dadas por un
sistema aleatorio
de identidades
alucinantes
que sabían ver la
bondad del corazón.
En los días posteriores
a la petrificación infinita
del mausoleo
las manos de la mujer
hablaban como altavoces
que no supieron
identificar el rigor de las especies.
Intuyó secretos con
paciencia.
Le fue concedido el
talento más apreciado por sus rivales,
ella no objetó los
elementos conformantes de la disputa,
alertó a los hablantes
de otras galaxias
escondidos en la
constelación planetaria de su espalda.
Tanta dureza no ocultó
su sabiduría.
Ella no comprendió el
camino
que la condujo a
Orsafinón,
los vórtices rompieron
las esquinas
y se oían coros de voces angelicales;
el peso de su
civilización lo determinaron las nimiedades:
una cartera tuvo más relevancia
que un mendigo,
una tos espantaba más
que una atrocidad.
La mujer luz se mantuvo
interminable
en sus diálogos con
Dios.
Amorosa, pacífica y
solitaria,
de apariencia andrógina
y hermosa,
fue como la adjetivaron
los mirantes del mausoleo,
ellos arrastraban sus
manos por los ladrillos de vidrio
esperando piedad o
curación,
realizando pliegos de
peticiones u oraciones;
después venía Dios
con la Sulamita de
honda mirada
y hacían llover los
halos de luz del mausoleo
que abrían al entendimiento,
sentían apaciguada la
ira, luego.
El clamor despertó su
misericordia.
Amanda desde su patio
observa la cápsula de la Sulamita
traída a escondidas por
Dios
en una noche de desvelo.
Carmen Rosa Orozco.
Del poemario: El país de Amanda.
Fotografía de Laura Makabresku.
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