miércoles, 5 de junio de 2024






 
Amelia Earhart y el mar.

    Me llamo Amelia Earhart y desaparecí el 2 de julio de 1937. Soy aviadora y escritora. Mi padre alcohólico hizo que adelantara mis destrezas en el aire, nunca temí volar; pero el mar a veces me inquietaba. Nunca me pregunté por la muerte y sus circunstancias, estaba llena de ilusiones y no me atraía el lado oscuro de la vida, su contraparte y silencio. Ahora toco el cielo y floto en las profundidades de un océano repleto de flores, podría caminar pero no lo hago, sólo nado a la orilla de la isla Howland donde no debería estar, ahora su faro ilumina mis noches y veo perderse detrás de él tantos aviones que pasan pero no escuchan mis gritos, estoy viva, aún lo recuerdo, recuerdo mis brazos y largas piernas, mi cabello corto y amplia sonrisa; recuerdo mi anatomía y el Lockheed Vega 5B de color rojo que acaricié tantas veces.

    No me pregunto por la cantidad de personas que leyeron los libros que escribí, si tuvieron alguna repercusión, si fueron reseñados u olvidados; solamente escribí y además, me atreví a pilotar un avión como lo hace un hombre. Esa rara mezcla de mujer y hombre que habitaba en mí. Fue tan normal matar a tiros las ratas que veía pasar o subirme a lo más alto de los árboles, desde allí pude avizorar todo el azul de ese mar que me sepultó. Las aves volaban más allá advirtiéndome con sus aleteos furiosos que algo andaba mal. Nunca pensé en la muerte porque nací para vivir.

                        Has quedado en el agua

                        sin deseos de morir

                        atascada en ese pequeño avión

                        llamado Electra.

                        Claro que pude sentir mi cuerpo

                        y ser naufraga en una isla desierta

                        junto a Fred Noonan

                        navegando en altamar para salvarnos

                        y mirando al sol para desafiarlo,

                        sentía que el océano me quemaba

                        y las olas me asfixiaban con su fuerza,

                        escuchando a las gaviotas y el mar

                        recorriéndome de a poco y con violencia.

                        Pude ver los rostros de mis padres y mi hermana:

                        mis amados Edwin, Amy y Muriel.

                        Fui tan feliz en Atchison junto a mis abuelos maternos:

                        Amelia y Alfred;

                        todavía rememoro al ardiente sol trepando por mis ojos

                        y los rayos matutinos iluminando mi piel tan blanca.

                        No se puede seguir viviendo en la memoria,

                        en los recuerdos,

                        hay que seguir a pesar de las adversas circunstancias

                        y saber que todo puede terminar en un momento

                        quedando como hielo atizado por ese fuego que consume de forma voraz.

    Me llamaban Lady Lindy porque me parecía al aviador Charles Lindbergh; fui la primera mujer en cruzar el Atlántico en 1928. No llegué a Irlanda como se planeó sino a Burry Port, en el sur de Gales; los periodistas enloquecieron y no me dejaban hablar, les parecía una enorme proeza ya que no me quedé a cocinar y planchar en casa como casi todas las mujeres de la época. Puedo oír las ráfagas de viento contra mi nave Amistad, lo puedo oír de nuevo, embravecido y rutilante, como queriendo desarmar las láminas de metal, evado los embates de la noche y la fuerza de la claridad solar, son demasiadas horas que me separan de la península de Avalon. No veo cuando llegar a Europa, mi mapa mental regresa al cielo de Iowa, al día que tenía 20 años y decidí volar; mis vuelos eran irregulares en El Canario y Neta Snook nunca opinó bien de mí, mis maniobras aéreas le despertaban inseguridad y desconfianza. Era atrevida y quería conquistar el cielo, descubrir en mi aeroplano su misteriosa profundidad, creí haberlo logrado pero no fue así, el cielo no tenía que demostrarme nada  y yo no podía dominarlo ni con mis avezadas alas de aviadora; hay cosas que no se pueden conocer o descubrir, siempre permanecen ocultas a los ojos y los corazones de los hombres, entre ellas la amplitud del firmamento y su silencio.

    En mi automóvil The Yellow Peril llevo a mi madre a Boston, atravesando la inmensidad de mi país; en los campos la gente se asombra por mi vistoso carro amarillo y hacen suposiciones de dónde vengo; es 1923 y ruedan escasos carros por las carreteras. De nuevo, viví una experiencia alucinante con el sol y la vastedad del cielo, las risas de mi Amy sobrecogían mi espíritu, me sentía como una bebé a su lado que no quería desprenderse del útero. Días antes obtuve la licencia de piloto de la Federación Aeronáutica Internacional y dejé de volar un tiempo para manejar mi carro en un viaje en el cual hice muy feliz a mi madre; juntas contemplamos la belleza natural, la limpieza del cielo, el verde inmenso verde, la sencillez de la gente; amaba el perfil de su rostro y su bondad. Supe con dulzura y cierto dolor que esos instantes no se repetirían jamás, esos momentos amados quedaron allí salpicados de nuestra eternidad. Aquí en la playa me alimento de tus recuerdos, siempre supiste lo mucho que te amaba y cuanto me costó dejarte atrás cuando partí hacia el Pacífico queriendo volar alrededor de este expectante mundo. Te amo, mami.

    Considero que es difícil para una mujer dominar el amor y las emociones, a ratos lloro y a ratos soy feliz, hay momentos en que creo y hay otros en que pierdo por completo la esperanza, puedo odiar y amar a la vez; este remolino de sentimientos me llevan al fondo para caer y dudar, no puedo levantarme y seguir con seguridad, es como si las nubes cayeran en bloques para aniquilarme y mis gritos terminasen perdiéndose por siempre en el reloj del tiempo, gritos atemporales y que piden auxilio, los puedo oír pero no me puedo ayudar. Quedé en esa isla escrutando el sol, no habían horas que inquirieran el paso de los años sobre mis huesos, fui devorada por la ansiedad y la tristeza. Tal vez, presumen que volaba sin temor a la muerte, pero la muerte no existe aquí, camino como un fantasma oyendo a quienes van a morir, sintiendo el rigor del apego y la despedida a la vez, escucho los gritos y llantos de sus deudos. No me pude despedir de quienes seguían vivos en mi país, mis familiares me esperaron hasta el día en que fallecieron, pero no llegué.

    Es el año 1931 y he contraído matrimonio con George Putnam, hizo posible la publicación de mi libro Veinte horas, cuarenta minutos; además, iba conmigo a todas partes, su impecable trabajo de publicista me hizo ser reconocida en toda la nación roja y azul. Le escribí sobre los peligros de volar y del inmenso amor que le tenía, arreglo mi traje blanco de bodas y beso sus manos, acaricio sus mejillas con mis dedos, con levedad mis labios tocan los suyos al dejar el altar. Te espero aquí, amado George, te espero en el avión rojo para volar junto a ti.

    Hicimos un pacto la última noche, en que te esperaría en el más allá, en que estaría aguardándote en otra vida si fuera necesario, siendo dos líneas continuas para unirse. Te amo en la inmensidad de este mar que me destruye y me declara como muerta, pero estoy viva para ti, sigo viva, te espero sentada en la arena. Amarte significaba hacerte feliz a pesar de las miserias cotidianas de la vida. Camino hacia el faro que lleva mi nombre y te encuentro sentado en la banca, has logrado llegar, amado George; el amor verdadero no lo logra consumir ninguna noche, queda allí en lo que es, para siempre.

    Es 27 de junio de 1937, he partido de Bandung hacia Darwin, he enfermado de disentería, me siento débil pero con ánimos de culminar el viaje, he enviado los paracaídas de regreso porque sé que no serán necesarios en el resto de esta travesía, hace mal tiempo y la aeronave ha requerido reparaciones varias. Debo llegar al destino final, siento miedo y euforia a la vez.

    Llegué a Lae en Nueva Guinea el 29 de junio de 1937, allí hablé con el Herald Tribune, no quería que me hicieran fotos, me sentía cansada y mi piel lucia demacrada, pero los flashes me requerían como evidencia. Es 2 de julio, mantengo comunicación con el guardacostas estadounidense Itasca, vuelo cerca de las islas Nukumanu; ahí se perdió mi rastro, no se encontraron nuestros cuerpos ni fragmentos de la aeronave, todo desapareció, la bruma y la explosión fueron densas, el hundimiento fue precipitado y no quedó nada, nada quedó. Por intervención de mi amiga Eleanor, el presidente Roosevelt autorizó nuestra búsqueda, luego de 15 días el rastreo fue fallido y se abandonó ese intento en el área de Howland. Después, mi esposo siguió tras mi localización sin éxito; se rindió a la melancolía y la pérdida. Es 5 de enero de 1939 y he dejado de existir para todos de manera oficial.

                        Las algas han muerto

                        todas las especies de peces han muerto

                        las estrellas y caballos de mar han muerto

                        he muerto en lo más profundo del mar sin saberlo;

                        la floración marina me ahoga

                        me recuerda que estoy viva

                        y debo volar de nuevo el Electra

                        terminar de envolver la Tierra desde el Ecuador,

ser la primera mujer en hacerlo.

                        Ningún punto es equidistante,

                        no hay distancias para medir,

                        ningún guardacostas recibe mi señal.

                        He podido ser feliz,

                        las aves vuelan sobre mis manos besándolas,

                        canto en lenguas diversas al atardecer,

                        lustro mis botas

                        y aliso mi suéter de cachemir.

                        Hace frío aquí,

                        he caído hondo, como cae una pluma sin reverso.

                        He sido feliz y es lo que cuenta.


Carmen Rosa Orozco.

Del híbrido: Los 20 retratos de Sofía en la pared.

Fotografía de Lara Zankoul. 


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