Me llamo Amelia Earhart y desaparecí el 2 de julio de 1937. Soy aviadora y escritora. Mi padre alcohólico hizo que adelantara mis destrezas en el aire, nunca temí volar; pero el mar a veces me inquietaba. Nunca me pregunté por la muerte y sus circunstancias, estaba llena de ilusiones y no me atraía el lado oscuro de la vida, su contraparte y silencio. Ahora toco el cielo y floto en las profundidades de un océano repleto de flores, podría caminar pero no lo hago, sólo nado a la orilla de la isla Howland donde no debería estar, ahora su faro ilumina mis noches y veo perderse detrás de él tantos aviones que pasan pero no escuchan mis gritos, estoy viva, aún lo recuerdo, recuerdo mis brazos y largas piernas, mi cabello corto y amplia sonrisa; recuerdo mi anatomía y el Lockheed Vega 5B de color rojo que acaricié tantas veces.
No
me pregunto por la cantidad de personas que leyeron los libros que escribí, si
tuvieron alguna repercusión, si fueron reseñados u olvidados; solamente escribí
y además, me atreví a pilotar un avión como lo hace un hombre. Esa rara mezcla
de mujer y hombre que habitaba en mí. Fue tan normal matar a tiros las ratas
que veía pasar o subirme a lo más alto de los árboles, desde allí pude avizorar
todo el azul de ese mar que me sepultó. Las aves volaban más allá advirtiéndome
con sus aleteos furiosos que algo andaba mal. Nunca pensé en la muerte porque
nací para vivir.
Has quedado en el agua
sin deseos de morir
atascada en ese pequeño
avión
llamado Electra.
Claro que pude sentir mi
cuerpo
y ser naufraga en una
isla desierta
junto a Fred Noonan
navegando en altamar
para salvarnos
y mirando al sol para
desafiarlo,
sentía que el océano me
quemaba
y las olas me asfixiaban
con su fuerza,
escuchando a las
gaviotas y el mar
recorriéndome de a poco
y con violencia.
Pude ver los rostros de
mis padres y mi hermana:
mis amados Edwin, Amy y
Muriel.
Fui tan feliz en
Atchison junto a mis abuelos maternos:
Amelia y Alfred;
todavía rememoro al
ardiente sol trepando por mis ojos
y los rayos matutinos
iluminando mi piel tan blanca.
No se puede seguir
viviendo en la memoria,
en los recuerdos,
hay que seguir a pesar
de las adversas circunstancias
y saber que todo puede
terminar en un momento
quedando como hielo
atizado por ese fuego que consume de forma voraz.
Me
llamaban Lady Lindy porque me parecía al aviador Charles Lindbergh; fui la
primera mujer en cruzar el Atlántico en 1928. No llegué a Irlanda como se
planeó sino a Burry Port, en el sur de Gales; los periodistas enloquecieron y
no me dejaban hablar, les parecía una enorme proeza ya que no me quedé a
cocinar y planchar en casa como casi todas las mujeres de la época. Puedo oír
las ráfagas de viento contra mi nave Amistad, lo puedo oír de nuevo,
embravecido y rutilante, como queriendo desarmar las láminas de metal, evado
los embates de la noche y la fuerza de la claridad solar, son demasiadas horas
que me separan de la península de Avalon. No veo cuando llegar a Europa, mi
mapa mental regresa al cielo de Iowa, al día que tenía 20 años y decidí volar;
mis vuelos eran irregulares en El Canario y Neta Snook nunca opinó bien de mí,
mis maniobras aéreas le despertaban inseguridad y desconfianza. Era atrevida y
quería conquistar el cielo, descubrir en mi aeroplano su misteriosa
profundidad, creí haberlo logrado pero no fue así, el cielo no tenía que
demostrarme nada y yo no podía dominarlo
ni con mis avezadas alas de aviadora; hay cosas que no se pueden conocer o
descubrir, siempre permanecen ocultas a los ojos y los corazones de los
hombres, entre ellas la amplitud del firmamento y su silencio.
En
mi automóvil The Yellow Peril llevo a mi madre a Boston, atravesando la
inmensidad de mi país; en los campos la gente se asombra por mi vistoso carro
amarillo y hacen suposiciones de dónde vengo; es 1923 y ruedan escasos carros
por las carreteras. De nuevo, viví una experiencia alucinante con el sol y la
vastedad del cielo, las risas de mi Amy sobrecogían mi espíritu, me sentía como
una bebé a su lado que no quería desprenderse del útero. Días antes obtuve la
licencia de piloto de la Federación Aeronáutica Internacional y dejé de volar
un tiempo para manejar mi carro en un viaje en el cual hice muy feliz a mi
madre; juntas contemplamos la belleza natural, la limpieza del cielo, el verde
inmenso verde, la sencillez de la gente; amaba el perfil de su rostro y su
bondad. Supe con dulzura y cierto dolor que esos instantes no se repetirían
jamás, esos momentos amados quedaron allí salpicados de nuestra eternidad. Aquí
en la playa me alimento de tus recuerdos, siempre supiste lo mucho que te amaba
y cuanto me costó dejarte atrás cuando partí hacia el Pacífico queriendo volar
alrededor de este expectante mundo. Te amo, mami.
Considero
que es difícil para una mujer dominar el amor y las emociones, a ratos lloro y
a ratos soy feliz, hay momentos en que creo y hay otros en que pierdo por
completo la esperanza, puedo odiar y amar a la vez; este remolino de
sentimientos me llevan al fondo para caer y dudar, no puedo levantarme y seguir
con seguridad, es como si las nubes cayeran en bloques para aniquilarme y mis
gritos terminasen perdiéndose por siempre en el reloj del tiempo, gritos atemporales
y que piden auxilio, los puedo oír pero no me puedo ayudar. Quedé en esa isla
escrutando el sol, no habían horas que inquirieran el paso de los años sobre
mis huesos, fui devorada por la ansiedad y la tristeza. Tal vez, presumen que
volaba sin temor a la muerte, pero la muerte no existe aquí, camino como un
fantasma oyendo a quienes van a morir, sintiendo el rigor del apego y la
despedida a la vez, escucho los gritos y llantos de sus deudos. No me pude
despedir de quienes seguían vivos en mi país, mis familiares me esperaron hasta
el día en que fallecieron, pero no llegué.
Es
el año 1931 y he contraído matrimonio con George Putnam, hizo posible la
publicación de mi libro Veinte horas, cuarenta minutos; además, iba conmigo a
todas partes, su impecable trabajo de publicista me hizo ser reconocida en toda
la nación roja y azul. Le escribí sobre los peligros de volar y del inmenso
amor que le tenía, arreglo mi traje blanco de bodas y beso sus manos, acaricio
sus mejillas con mis dedos, con levedad mis labios tocan los suyos al dejar el
altar. Te espero aquí, amado George, te espero en el avión rojo para volar
junto a ti.
Hicimos
un pacto la última noche, en que te esperaría en el más allá, en que estaría
aguardándote en otra vida si fuera necesario, siendo dos líneas continuas para
unirse. Te amo en la inmensidad de este mar que me destruye y me declara como
muerta, pero estoy viva para ti, sigo viva, te espero sentada en la arena.
Amarte significaba hacerte feliz a pesar de las miserias cotidianas de la vida.
Camino hacia el faro que lleva mi nombre y te encuentro sentado en la banca,
has logrado llegar, amado George; el amor verdadero no lo logra consumir
ninguna noche, queda allí en lo que es, para siempre.
Es
27 de junio de 1937, he partido de Bandung hacia Darwin, he enfermado de disentería,
me siento débil pero con ánimos de culminar el viaje, he enviado los paracaídas
de regreso porque sé que no serán necesarios en el resto de esta travesía, hace
mal tiempo y la aeronave ha requerido reparaciones varias. Debo llegar al
destino final, siento miedo y euforia a la vez.
Llegué
a Lae en Nueva Guinea el 29 de junio de 1937, allí hablé con el Herald Tribune,
no quería que me hicieran fotos, me sentía cansada y mi piel lucia demacrada,
pero los flashes me requerían como evidencia. Es 2 de julio, mantengo comunicación
con el guardacostas estadounidense Itasca, vuelo cerca de las islas Nukumanu; ahí
se perdió mi rastro, no se encontraron nuestros cuerpos ni fragmentos de la
aeronave, todo desapareció, la bruma y la explosión fueron densas, el
hundimiento fue precipitado y no quedó nada, nada quedó. Por intervención de mi
amiga Eleanor, el presidente Roosevelt autorizó nuestra búsqueda, luego de 15
días el rastreo fue fallido y se abandonó ese intento en el área de Howland.
Después, mi esposo siguió tras mi localización sin éxito; se rindió a la
melancolía y la pérdida. Es 5 de enero de 1939 y he dejado de existir para
todos de manera oficial.
Las algas han muerto
todas las especies de
peces han muerto
las estrellas y caballos
de mar han muerto
he muerto en lo más
profundo del mar sin saberlo;
la floración marina me
ahoga
me recuerda que estoy
viva
y debo volar de nuevo el
Electra
terminar de envolver la
Tierra desde el Ecuador,
ser la primera mujer en hacerlo.
Ningún punto es
equidistante,
no hay distancias para
medir,
ningún guardacostas
recibe mi señal.
He podido ser feliz,
las aves vuelan sobre
mis manos besándolas,
canto en lenguas
diversas al atardecer,
lustro mis botas
y aliso mi suéter de
cachemir.
Hace frío aquí,
he caído hondo, como cae
una pluma sin reverso.
He sido feliz y es lo
que cuenta.
Carmen Rosa Orozco.
Del híbrido: Los 20 retratos de Sofía en la pared.
Fotografía de Lara Zankoul.
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