Entre Inés y Carlos:
Escaparon
las noches
el
viento me dio la espalda
allí
apareció Carlos de nuevo,
antes
de besarme y engañarme como de costumbre.
Me
dijo:
Desquiciada,
moribunda.
Tu vocabulario es incorrecto y desmedido.
Tus pezones flotando en mi piel.
Tu aliento fresco y ponzoñoso a la vez.
Tu frente donde vuelo como gaviota
y despierto en cualquier amanecer.
Tu cuerpo lánguido y generoso.
Dame el fragor de tus manos, déjame ir,
no pertenezco al ocaso ni al albor,
ni a tus desvaríos,
ni siquiera a Dios.
Es
simple tu deseo,
como
el tartamudeo de un ciego
o el
ciprés vuelto volcán
por
las cenizas que yo le arrastré a sus fauces.
Déjame
ir,
porque
tu amor me colma y desvanece,
dame
de tu boca la cobardía y la ventura,
tus
sudorosos besos, la brizna de tu saliva,
el
ahuyentar de tus gritos histéricos.
Tu desparramada humildad
transformada en violencia.
Te
vuelves asesina
y te
sientes asediada
al
pisar las amapolas gigantes que giran en tus ojos
como
en un complot demencial.
Paranoica,
fortuita y desgraciada a la vez,
no
te persiguen,
gritas,
rechinas;
tus
ojos desorbitados,
atribulados
pasos
y
morado abdomen de praderas.
Yo
soy el viento,
beso
tus mejillas,
hago
caer las pestañas
sobre
tus ojos cerrándolos al cielo,
soy
el vigilado por tu locura
y tus blandos besos llamados pájaros que
rondan
el agua turbia donde los pordioseros van a
bañarse,
dame tu mano,
el encanto que perdiste,
la palabra decorosa que te abandonó.
Por qué has cambiado tanto,
no eres quien sueña con ser montaña
y bordes azules de nubes tardías,
después de la lluvia te busqué,
batí hasta el estremecimiento los cerros,
destruí el araguaney de tu acera,
las gardenias escondidas en tu balcón las
incineré,
humedecí las violetas
hasta dejarlas en estado de putrefacción;
y tú,
sigues indolente, agresiva,
dispuesta a morir
por cualquier circunstancia
estúpida.
Yo que te hice mía,
por qué te vuelves madeja y estiércol,
si te sembré sombras en el vientre,
si vislumbré los nuevos sonidos,
los meteoros
y las hiedras en tus venas.
Te haré reposar como antes,
tan calma y prudente,
como una palabra silenciosa.
Inés le respondió:
Estoy
en extremo
melodiosa
y perturbada,
quiero
descansar en el rincón más solitario,
volver
a sentir paz y cordura como antes.
Mentí
a las plantas y personas,
a
los elementos y animales,
me
llamé poesía;
nombré
el mar y vino a mi casa,
inundó
las paredes y techos,
las
cajas llenas de recuerdos,
no
respetó mi desmemoria
y
aconteció el agua sin viento,
destruyó mis papeles
y me liberó para siempre de las palabras,
mis callos se petrificaron al caminar en tu
busca.
Quedé íngrima y me volví misteriosa
como las uñas terrosas de los muertos,
mi presencia era un ánima en pena,
mis alaridos desmoronaban
a los habitantes cercanos a esta fosa
donde tú me tapiaste por error y para mi
tristeza.
Solo quise tus besos,
esas caricias que se dan a quien se quiere,
pero cómo puedo corresponderte
en esta desazón demoníaca,
donde el azufre, azafrán y rosas
se funden para mí,
donde colman mi sien
para no decirte que mi frente
fue perforada por un disparo
que marcó la diferencia
con los ríos, la miel
y las colmenas que fueron apuñaladas
en la noche después de mi parto.
Por qué me llamas loca,
si todo navega por redes invisibles
donde el ahogo se suspende.
Beso tu mentón,
desesperada y perdida,
por qué me esquivas como a una indeseable,
si todo conspira en mi contra.
No hay tulipanes, ni mariposas,
sino mis manos rompiendo las tardes
donde te besé con ansias,
reconstruyendo incesantemente
ese hotel barato al lado de un prostíbulo,
cuando me quisiste lanzar por la azotea,
y tu brazo nombrado lujuria, demora y licor
pudo atajarme,
me hiciste el amor escupiendo
y golpeando mi rostro,
me llenaste de regalos y llamadas a medianoche.
Persigo tu rastro en galerías,
en esas que has despedazado a tu paso
como aquel rostro adolorido y negro de Soutine
o esas piedras mohosas en Japón
que Isamu Noguchi tanto acarició
o ese pote de basura
que aventó Camille a Rodin
y el cual detuviste en su frente para no
mancharlo
con un falso ardid de tu mano izquierda.
Dame tu mano como antes
con aquella brevedad acostumbrada
y que me quitaste pronto.
No puedo amarte más,
me oxidas con tu roce,
fragmentándome en partes sin un todo.
Te llamé viento, eres viento,
viniste a mi ventana para besarme
y dejarme llena de pesar.
Carlos gritó a Inés:
No te acosé,
solo te busqué para dejarte,
si me atrapan en las jaulas desaparezco
y los animales vendrán a ver mis ecos,
a decirme impostor, desahuciado.
Pero preferí amarte a mi manera,
llenarte de astromelias entre tus piernas
y postrarte ante mí como una virgen.
Inés le contesta a Carlos:
Difusa
y un tanto obsesiva
me
he vuelto
oliendo
el aroma de tus pañuelos
para
tenerte en mi olfato como sombra y compañía,
estuches
y estepas fueron tus obsequios;
los
ruidos se tornaron sórdidos, leves, mortuorios,
y el
orín se volvió amargo en mi lengua
cada
vez que no estabas;
cavé
huecos
a la
sombra de naranjos, edificios y tormentas,
traté
de atraparte,
de
volverte silencio, ruido, desmesura, vehemencia,
lo
que fuera,
y conseguí
tu cólera;
frustrantes
fueron mis deseos y halagos.
Cómo
te quise y te busqué
para
al final de cuentas no encontrarte.
Sentí
tu humillación en las puertas de cementerios,
antiguas
iglesias
y viejos
ateneos
donde
Artemisa y Venus
no
posaron sus flechas, sus nalgas,
ni
la hermosura, ni la nada.
Él se lamentó:
Te tuve
tan poco, fue poco, para qué mentirme.
Carmen Rosa Orozco.
De Oriana y otros apuntes.
Texto escrito a los 21 años de edad.
Fotografía de Oleg Oprisco.
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