domingo, 27 de marzo de 2022

 




Era oscuro y ocre el potaje.

Las especies

ya no recuerdo.

Él es blanco,

yo fui a sentarme junto a los gatos,

lamieron mis pies,

se acostaron en mis piernas,

se acurrucaron al amanecer,

murieron.

Desde allí

solo vengo a traerle flores a Rosa Emilia,

su tumba es áspera y gris,

su hijo bueno murió

y el malo cobra las rosas,

las embadurnan con miel

para que se destrocen

y no adornen su abandono.

Rosa Emilia es obesa pero sonriente,

Silverio se ha suicidado por ella,

clavó una bala en su sien,

la tatuó,

su sangre gotea espesa

esperando a que Rosa Emilia

lo ame con locura,

pero ella es fría e indiferente.

Silverio ha muerto,

el revólver tintinea en las noches,

en la ponchera amarilla del patio,

en el cuartico de la azotea,

los santos alumbran a Silverio.

Las ánimas se acuestan

en las camas viejas,

la habitación es pequeña,

allí reposa Silverio

tendido en su sangre,

esperanzado

de un nuevo regreso.

Rosa Emilia marchita el charco de sangre 

con sus pies,

llena de huellas la casa.

La luz es débil

en el cuarto blanco y diminuto.

Los gatos grises de Israel

han invadido la macabra escena de amor.

Sylvia entra a gatas

a hurtadillas,

recolecta insectos,

ha ido a sentarse en las tardes

en la tumba de sus abuelos paternos:

Rosa Emilia y Silverio.


                Carmen Rosa Orozco.

                De Sylvia y los gatos.

                Dibujo de Paula Bonet.

                

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