Era
oscuro y ocre el potaje.
Las
especies
ya
no recuerdo.
Él
es blanco,
yo
fui a sentarme junto a los gatos,
lamieron
mis pies,
se
acostaron en mis piernas,
se
acurrucaron al amanecer,
murieron.
Desde
allí
solo
vengo a traerle flores a Rosa Emilia,
su
tumba es áspera y gris,
su
hijo bueno murió
y el
malo cobra las rosas,
las
embadurnan con miel
para
que se destrocen
y no
adornen su abandono.
Rosa
Emilia es obesa pero sonriente,
Silverio
se ha suicidado por ella,
clavó
una bala en su sien,
la
tatuó,
su
sangre gotea espesa
esperando
a que Rosa Emilia
lo
ame con locura,
pero
ella es fría e indiferente.
Silverio
ha muerto,
el
revólver tintinea en las noches,
en
la ponchera amarilla del patio,
en
el cuartico de la azotea,
los
santos alumbran a Silverio.
Las
ánimas se acuestan
en las
camas viejas,
la
habitación es pequeña,
allí
reposa Silverio
tendido
en su sangre,
esperanzado
de
un nuevo regreso.
Rosa Emilia marchita el charco de sangre
con sus pies,
llena
de huellas la casa.
La
luz es débil
en
el cuarto blanco y diminuto.
Los
gatos grises de Israel
han
invadido la macabra escena de amor.
Sylvia
entra a gatas
a
hurtadillas,
recolecta
insectos,
ha
ido a sentarse en las tardes
en
la tumba de sus abuelos paternos:
Rosa
Emilia y Silverio.
Carmen Rosa Orozco.
De Sylvia y los gatos.
Dibujo de Paula Bonet.
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